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Hallé la puerta de la
pensión abierta y a los huéspedes despiertos, apelotonados en el
comedor. Sentadas a la mesa donde a diario se lanzaban insultos y
juramentos, las hermanas lloraban y se sonaban los mocos en bata y
bigudíes mientras el maestro don Anselmo intentaba consolarlas con
palabras bajas que no pude escuchar. Paquito y el viajante estaban
recogiendo del suelo el cuadro de la Santa Cena con intención de
devolverlo a su sitio de la pared. El telegrafista, en pantalón de
pijama y camiseta, fumaba nervioso en una esquina. La madre gorda,
entretanto, intentaba enfriar una tila con leves soplidos. Todo
estaba revuelto y fuera de sitio, por el suelo había cristales y
tiestos rotos, y hasta habían arrancado de sus barras las
cortinas.
A nadie pareció
extrañar la llegada de una mora a aquellas horas, debieron de
pensar que era Jamila. Permanecí unos segundos contemplando la
escena aún embozada en el jaique, hasta que un potente chisteo
reclamó mi atención desde el pasillo. Al girar la cabeza encontré a
Candelaria moviendo los brazos como una posesa mientras en una mano
sostenía una escoba y en la otra el badil.
-Entra para adentro,
chiquilla -ordenó alborotada-. Entra y cuenta, que estoy ya mala
perdida sin saber qué es lo que ha pasado.
Había decidido
guardarme los detalles más escabrosos y compartir con ella tan sólo
el resultado final. Que las pistolas ya no estaban y el dinero sí:
eso era lo que Candelaria querría oír y eso era lo que yo iba a
decirle. El resto de la historia quedaría para mí.
Hablé mientras me
retiraba la cubierta de la cabeza.
-Todo ha salido bien
-susurré.
-¡Ay, mi alma, ven
para acá que te abrace! ¡Si vale mi Sira más que el oro del Perú,
si es mi niña más grande que el día del Señor! -chilló la matutera.
Lanzó entonces al suelo los trastos de limpiar, me aprisionó entre
sus pechos y me llenó la cara de besos sonoros como ventosas.
-Calle, por Dios,
Candelaria; calle, que van a oírla -reclamé con el miedo aún pegado
a la piel. Lejos de hacerme caso, ella ensartó su júbilo en una
cadena de maldiciones dirigidas al policía que aquella misma noche
le había puesto la casa del revés.
-¡Y a mí qué me
importa que me oigan a toro pasado! ¡Mal rayo te parta, Palomares,
a ti y a todos los de tu sangre! ¡Mal rayo te parta, que no me has
pillado!
Previendo que aquel
estallido de emoción tras la larga noche de nervios no iba a acabar
allí, agarré a Candelaria del brazo y la arrastré a mi cuarto
mientras ella continuaba voceando barbaridades.
-¡Mala puñalada te
den, hijo de la gran puta! ¡Jódete, Palomares, que no has
encontrado nada en mi casa aunque me hayas tumbado los muebles y me
hayas reventado los colchones!
-Calle ya,
Candelaria, cállese de una vez -insistí-. Olvídese de Palomares,
tranquilícese y deje que le explique cómo ha ido.
-Sí, hija, sí,
cuéntamelo todito -dijo intentando por fin serenarse. Respiraba con
fuerza, llevaba la bata mal abrochada y de la redecilla que le
cubría la cabeza le salían mechones de pelo alborotados. Tenía un
aspecto lamentable y, aun así, irradiaba entusiasmo-. Si es que ha
venido el muy cabestro a las cinco de la mañana y nos ha sacado a
todos a la calle el muy desgraciado… si es que… si es que… Bueno,
vamos a olvidarlo ya, que lo pasado pasado está. Habla tú, prenda
mía, cuéntamelo todo despacito.
Le narré escuetamente
la aventura mientras me sacaba el fajo de dinero que el hombre de
Larache me había colgado del cuello. No mencioné la escapada por la
ventana, ni los gritos amenazantes del soldado, ni las pistolas
abandonadas bajo el letrero solitario del apeadero de Malalien. Tan
sólo le entregué el contenido de la faltriquera y comencé después a
quitarme el jaique y el camisón que llevaba debajo.
-¡Púdrete, Palomares!
-gritó entre carcajadas mientras lanzaba al aire los billetes-.
¡Púdrete en el infierno, que no me has trincado!
Paró entonces en seco
el vocerío, y no lo hizo porque hubiera recobrado de pronto la
cordura, sino porque lo que tenía ante sus ojos le impidió seguir
explayando su alborozo.
-¡Pero si te has
quedado masacrada, criatura! ¡Si pareces talmente el Cristo de las
Cinco Llagas! -exclamó ante mi cuerpo desnudo-. ¿Te duele mucho,
hija mía?
-Un poco -murmuré
mientras me dejaba caer como un peso muerto sobre la cama. Mentía.
La verdad era que me dolía hasta el alma.
-Y estás sucia como
si vinieras de revolearte por un vertedero -dijo con la cordura del
todo recuperada-. Voy a poner a la lumbre unas ollas de agua para
prepararte un baño calentito. Y después, unas compresas con
linimento en las heridas, y luego…
No oí más. Antes de
que la matutera terminara la frase, me había quedado dormida.